"Los edificios se torcieron como serpentinas y todo se desplomó"

"Los edificios se torcieron como serpentinas y todo se desplomó"

Una enviada de Clarín vivió el tremendo sismo en Santiago de Chile. El movimiento duró casi 90 segundos en medio de un enorme ruido y la caída de mampostería y artefactos de luz. La gente se quedó en las calles aterrada de volver a casa.

Por: Marian Aizen



Todo comenzó con unos sonidos leves y vibraciones en el octavo piso del hotel en el centro de Santiago. Un murmullo de sonidos como si algo sucediera en la habitación de al lado. Después un tremendo golpe en la pared y otra más.

Fue como el disparo de inicio. Todo comenzó a temblar. El sonido era la queja de la estructura al retorcerse. Salí al corredor, llamé al fotógrafo, le grité que había un terremoto y nos lanzamos a la escalera junto con otros pasajeros que también escapaban. Alrededor todo parecía caerse en un festival de sonidos por los vidrios, y las lámparas que se estrellaban en el piso. También cedía la mampostería, baldosas y ladrillos en caída y todos jadeando hasta la puerta.

Uno a veces se transforma en un bicho. El viernes por la noche, horas antes del terremoto de la madrugada siguiente, sentí que la tierra iba a temblar. Como los animales. Ayer, luego de que todo se había movido, decían en las calles de Santiago que los perros en Bío Bío se la habían pasado ladrando antes de la gran sacudida. Mi ladrido fue tomar la precaución de dormir (en realidad, de dormitar) semi vestida, de manera que cuando realmente llegó el sismo, estaba lo suficientemente lista para salir volando del cuarto.

No sabía que un edificio podía torcerse así, como si fuera una serpentina, pero allí íbamos rumbo a la calle siniestrada. Ya abajo, la gente anunciaba: "Este fue tremendo". Y calculaban: 7 grados. Acertaron bastante, porque esa fue la intensidad registrada en Santiago. Pero en la región de Bio Bio y Concepción el temblor alcanzó la marca tremenda de 8,8 convirtiéndolo en uno de los mayores de la historia mundial.

El sismo duró un minuto y medio, una eternidad destructiva. Cuando uno lo está viviendo, debe repetir como mantra: "Esto parece eterno, pero va a pasar". O, al menos eso me decía yo mientras descendía de la eternidad del octavo piso del hotel, con las piernas temblando de miedo y el resto de la gente como uno. Llegué a la calle descalza, pisando pedazos de mampostería de una estructura histórica, que había caído entera. Se sentía bien bajo mis pies.

La calle era un lugar extraño. La gente iba y venía por la Alameda. Viernes por la noche, al fin de cuenta. Pero en el murmullo colectivo que se apodera de la vereda, en el cual todos comparten sus sentimientos como si se conocieran desde siempre, el terror se colaba en las palabras. Como era natural. La tierra siguió moviéndose todo el día.

Santiago sobrevivió bastante altiva al siniestro. Los relatos que empezaban después del mediodía a llegar desde las regiones del sur eran, en cambio, desolados. Pueblos enteros como Parral se habían caído. "Ya no está mi escuela", se apenaba una locutora que transmitía desde allí. La vasta extensión de Chile le jugaba a su gente una mala pasada: había zonas enteras de las que no se sabía nada, aún en la zona céntrica de Valparaíso, donde hay muchos pueblitos costeros, cuyo estado se desconocía.

El fantasma de un tsunami avivaba aún más los miedos de quienes viven sobre el borde del mar. Cuando un temblor llega bajo la oscuridad de la noche, deja además un trauma más grande. Porque mientras todo tiembla y se cae, además se corta la luz. En esas circunstancias, los celulares dejan de servir; no poder usarlos más que como linternas crea una ansiedad tremenda.

Hasta los más avezados en sismos sentían un miedo enorme a estar bajo techo. Con ellos se amontonaban en las calles las anécdotas. Estaba la del que se quedó tirado en una cama, en el piso 17, mientras sentía que se caía todo: el televisor, la alacena, las copas. De todas esas historias individuales, cada una con su cuota de terror o heroísmo, la que más impresionó fue la de una mujer que yacía sentada junto a su niño de 5, en el barrio Brasil, uno de los más castigados de Santiago. Virginia, ese era su nombre, decía que parecía que la pared se había vuelto humo, y que el chiquito se sofocaba, mientras trataban de buscar la salida de su casa de paredes antiguas. "No se veía nada", subrayaba. Y eso, que era una noche de potente luna llena.

La mujer, que esperaba estoica la llegada de ayuda contaba también de la mezquindad de sus vecinos. Porque apenas había dejado la tierra de temblar, entraron a robarle. Lo mismo dijeron los inquilinos de un conventillo de la calle Catedral, esquina Vitacura. Allí, a 25 familias se le había esfumado la pared de uno de los costados de la casa. Los pisos, que alguna vez fueron planos, ahora tenían la forma de hamacas. Como si los hubieran estrujado con los dedos.

En una catástrofe semejante, es difícil decir cuán rápido o cuán lento llega la ayuda. Pero consolaba saber que la presidenta Michelle Bachellet, ya estaba junto a los chilenos desde el minuto en que habían ocurrido las cosas. No eran ni las seis de la mañana, y su voz ya sonaba en las radios.

El cristo de la Iglesia del Salvador perdió una de sus manos después de que todo tembló. El templo neogótico era una ruina. La Iglesia de nuestra señora de Providencia, en el barrio acomodado del mismo nombre, había perdido su cúpula. Los pedazos de mampostería regaban la calle Huérfanos, que es la Florida santiaguina.

Los relatos sobre el aeropuerto eran dispares. Intentamos llegar bien temprano porque teníamos que viajar a las Islas Malvinas, pero los carabineros no nos dejaron pasar. Unos argentinos que habían estado en un hotel frente a la estación aérea contaban que los edificios habían sufrido daños estructurales, por lo que debieron ser evacuados. Había enorme cantidad de extranjeros queriendo averiguar sobre cómo salir de Chile, entre ellos, un chino que salió corriendo por mis mismas escaleras y se rompió un tobillo. Ni siquiera podía entender las palabras de consuelo que le decían.

Por su buena infraestructura aérea, Santiago se ha convertido en un lugar de conexión internacional. Pero ayer no se sabía cuándo volvería a operar el aeropuerto. Al menos, el paso del Cristo Redentor seguía abierto pero no para carga.

Es increíble cuán rápido se puede torcer el rumbo de las cosas. Los panaderos dejaron de hornear su pan, y por lo tanto, era difícil conseguir sándwiches. La gente agotaba los stocks de agua y también de nafta (bencina, le dicen aquí). Largas colas para alimentar la sed de autos se formaban en las estaciones de servicio, que dejan automáticamente de funcionar cuando empieza un terremoto. Cuando la tierra azota, uno quiere creer que las estructuras antisísmicas lo soportarán todo.

Si bien Santiago sobrevivió bien a la embestida, esto no evitó que colapsaran puentes sobre las prolijas carreteras. O incluso, edificios modernos que se inclinaron. Lo que no pudo resistir son las estructuras de adobe viejas y por eso, el barrio Brasil, una especie de San Telmo, mezcla de intelectual y pobre de Santiago, fue uno de los que más sufrió. Lo primero en desvencijarse son las puertas, y por eso, no faltaba quien quedara atrapado entre cerrojos caprichosos.

Dicen aquí que cuando viene un terremoto, vienen varios. Y, cuando empieza a anochecer, ese anuncio se empieza a traducir en el lenguaje del miedo. El miedo de que vuelva una y otra vez.

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